lunes, 14 de julio de 2008

SUR

Foto de Beatriz Morán


El mundo era una ventana a la cual no se asomaba. Lo miraba de soslayo. Y esperaba.
No es que Leticia estuviera mal, a pesar de la sensación de que su existencia era demasiado estrecha y su dimensión personal le excedía a lo ancho y a lo largo. Se desbordaba. Estaría mejor un plano más amplio y desde donde pudiese mirar a la vida frente a frente, ojos en los ojos.
Sin embargo, en general se sentía bien, le gustaba su apartamento aunque sólo tuviese un cuarto, fuese un interior con vista a una pared, en una calle humilde igual a cualquier otra sin siquiera un muro con una enredadera que la distinguiese de las demás, aunque el alquiler le llevase casi mitad del sueldo. Estaba bien entre sus modestas cosas. Pero de repente le faltaba el azul.
El trabajo en una oficina de abogados tampoco era malo; un cotidiano hecho de papeles y más papeles, con tantas interrupciones para ir a hacer recados al tribunal que recorrer las calle acababa por encuadrarse en la planicie de las rutinas como un camino sin curvas. El sueldo era poco para los gastos de la vida, pero ella tenía hábitos modestos, por eso conseguía equilibrarse en el trapecio de su presupuesto. Pero de repente le faltaba abril.
Tenía amigos a quienes encontraba en el café para conversar e intercambiar revistas que hablaban de la vida de los guapos, ricos y famosos; un ordenador de segunda mano donde navegaba a la deriva; el ámbito ameno de Cantabria, el mar revuelto, las altas montañas, los robledales. Poseía CD’s de Sabina y Serrat, chocolates siempre y vino algunas veces, amantes ocasionales e –imaginaba– duendes debajo de la cama. Pero de repente le faltaba el sur.
Entonces él llegó a su vida, venido del sur del mundo, y se instaló en la pantalla de su ordenador y en la mal acomodada dimensión de su existencia, trayendo una llovizna ecuatorial, la espesura de la selva, la soledad de los páramos, el misterio de las ciénagas, el fulgor de las noches estrelladas, el escándalo de su sol de mediodía, su aura legendaria de caribeño de novela latinoamericana. Era capataz en una hacienda de café, le dijo. Y ella lo imaginaba bajo un sol abrasador, recorriendo a caballo las plantaciones, con un sombrero Panamá, el tronco desnudo y el sudor resbalando por su torso bronceado. También había esmeraldas. No las que yacen en el subsuelo de Colombia sino las otras, las de sus ojos verdes con una mirada que cortaba como cuchillo y causaba dolor. Entonces ella empezó a desear con más fuerza aquello que no poseía, más sur, más azul, más abril, y además de eso, más mar del Caribe, más salsa curramba, más rodajas de banana frita en el desayuno y más amor.
Fue una de esas pasiones que avasallan y revolucionó todas las cosas: hacía desaparecer de sus manos los papeles más importantes, cambiaba el rumbo de las calles que ella debía recorrer, mostraba en los rincones más improbables los recuerdos desde hacía mucho olvidados, y más de una vez hizo que llegase tarde al trabajo, olvidase las llaves en casa y se equivocase con el nombre de las personas. Notaba que ahora había un movimiento de danza en sus caderas que se chocaban con las paredes de su angosta existencia. Los duendes que ella imaginaba viviendo debajo de la cama pasaron a andar libremente por la casa y tenían escamas en los ojos, el corazón por fuera del pecho y ensuciaban todo con su inquietud elemental.
Desde otro océano, traídas por olas de bites febriles, llegaban hasta Leticia los mensajes de Gonzalo hechos a medida del remolino de sus carencias y de sus anhelos extraviados. Tardó exactamente seis meses el que llegasen a la conclusión de que no soportaban más medir las ausencias en metros cúbicos de agua salada y decidieron que uno de ellos tendría que estrechar las latitudes. Cuando ella empezó a pensar en partir y su corazón ya había preparado las valijas él le dijo: dejaré todo por ti. Entonces decidieron que él se vendría a España.
No era fácil obtener el visto de salida de Colombia; el patrón de Gonzalo le exigía una indemnización por dejar el trabajo antes de concluido el contrato; ambos sabían que al llegar a España él tendría que contentarse con un trabajo debajo de sus cualificaciones, como suele suceder a los inmigrantes. Aun así, él vendría. Dejaría todo por ella.
Leticia sabía que les sería difícil sostenerse en el columpio de sus dificultades financieras, pero echaba cálculos optimistas que incluían cancelar el contrato con la televisión por cable, llevar sándwiches para comer en la hora del almuerzo, dejar de encontrar a los amigos en el café y de comprar las revistas de cotilleos sociales, desistir de los chocolates de siempre y del vino eventual. No tenía nada más de que pudiese prescindir. Pensó que era un pequeño sacrificio comparado a lo que él se disponía a hacer: abandonar por ella su patria, su trabajo, su familia, sus amigos, el nivel de vida al que estaba habituado, a cambio de un futuro incierto en un país donde los trabajos más humildes estaban reservados para los inmigrantes latinoamericanos. Él había dicho: “Dejaré todo por ti”, y ella decidió que él no se arrepentiría. Esperó su llegada entregada a romanticismos recién lavados pensando que le ayudaría a conseguir trabajo y compartiría con él la casa y el plato de lentejas. A esas alturas, en su corazón impaciente eso se asemejaba mucho a la felicidad.
Tres meses después Gonzalo le avisaba que había llegado a Madrid y estaba empezando a tramitar los papeles para obtener autorización de permanencia y el permiso de trabajo y residencia en España, antes de ir a su encuentro en Santander. Ella lo llamaba por teléfono todos los días para darle ánimo y sostener en ambos la esperanza.
Cuando –pasado un mes desde su llegada a Madrid– Gonzalo le dijo que no conseguía regularizar sus documentos y temía que la única solución fuese volver a Colombia, ella se tomó unos días de permiso en el trabajo, juntó todo el dinero que su familia le pudo prestar y viajó para Madrid dispuesta a ayudar a Gonzalo a vencer las barreras burocráticas y regresar con él a Santander, porque cualquier otra solución sería equivalente a echar la mitad de sí misma por la ventana, puesto que él era su otro lado, la parte de ella que no cabía en su vida estrecha antes que él hubiera llegado para derrumbar las paredes, él era el azul, el sur y el abril que de repente ella ya no echaba de menos.
Consiguió la dirección donde estaba hospedado a través del número de teléfono y decidió darle una sorpresa. Encontró el hostal en una bocacalle de la Gran Vía y preguntó por Gonzalo a una portera metida en su cubículo a la entrada, que le indicó con el dedo el piso de arriba: “Puerta número cinco”, le dijo, y Leticia subió.
Le abrió la puerta una joven de piel morena y aire caribeño que le dijo que Gonzalo no estaba, que había salido.
–Soy su mujer –informó con un aire de indiscreto regocijo.
Leticia tuvo la esperanza de que no estuvieran halando de la misma persona, pero eran los mismos el nombre, el apellido y la nacionalidad; no la profesión.
–Mi marido es músico –dijo la joven aún arrimada a la puerta sin invitarla a entrar.
–¿No es capataz en una hacienda de café en Colombia? – Insistió, aunque la esperanza lentamente se deslizase hacia afuera de su corazón.
–Es músico, repitió.
– No debe ser la misma persona a quien busco –sugirió Leticia para ganar tiempo–. ¿Acaso no tiene una foto?
Sí, tenía. Era él. Con su mirada de esmeralda que cortaba como cuchillo y causaba dolor. Miró largamente la fotografía, disfrazó el desatino de sus sentidos y dijo que era un equívoco, aquélla no era la persona a quien buscaba. Consiguió sonreír y enunciar un comentario amable sobre los inmigrantes latinoamericanos.
–Es difícil empezar la vida en un país extranjero –se desahogó la muchacha, pareciendo seducida por la posibilidad de conversar sobre sus dificultades.
Leticia estuvo de acuerdo en que la vida de los inmigrantes suele ser penosa.
–No será peor que en Bogotá –explicó la joven, visiblemente interesada en la conversación–, allá no teníamos trabajo, ni una casa decente para vivir, ni nada con que hacer un futuro. Decidimos empezar una vida nueva –añadió sin dejar apagarse la sonrisa ingenua y gentil.
Leticia recordó las palabras de Gonzalo: “Dejaré todo por ti.” De pronto supo que no quería saber más. Se sentía un poco tonta y terriblemente cansada. Se despidió de la joven deseándole buena suerte y dejó el hostal.
En la puerta de la calle paró, con piedras en la garganta, los ojos amenazados por un diluvio, sin saber dar un nombre a lo que sentía en aquellos momentos porque su corazón estaba demasiado pequeño y estrujado para poder expresarse. Y entonces sintió sed de azul, ganas de sur, nostalgia del mes de abril. Miró a su alrededor y se sintió ella misma como una extranjera en un mundo poblado de destinos ajenos.
Al principio su caminar era vacilante, pero al llegar a la esquina de la Gran Vía respiró hondo, giró a la derecha hacia la Plaza de España y apresuró el paso. Tenía que coger el tren de regreso a Santander, volver a su vida estrecha, trabajar para pagar el préstamo que pidiera en el banco con unos intereses astronómicos para enviar a Gonzalo el dinero para indemnizar al patrón, conseguir el visto de salida, el pasaje aéreo, los gastos con el viaje.

4 comentarios:

Ana Muela Sopeña dijo...

Genial, Tania. Realmente has conseguido una fuerza expresiva en este relato (cuasi fragmento de diario) impactante. Un alter ego dotado del daimon, de Lilit, de la otra. Me ha gustado muchísimo la fuerza expresiva de tus letras y todo el mensaje lineal y metafórico que nos cuentas.

Enhorabuena
Un beso
Ana

Tania Alegria dijo...

Muchas gracias, una vez más, por tu presencia y por tu comentario, gentil amiga Ana Muela.
Te abrazo con cariño, agradecida por el honor que me haces al leerme.

Julieta dijo...

Creo, Tania, que no eres la única que echa de menos a Marién.

Un beso
Julieta

Tania Alegria dijo...

Querida, querida Julieta, cuya compañía cálida y gentil alumbraba los caminos que yo recorría en el paisaje de las letras, qué alegría encontrarte en esta encrucijada!

Gracias por haber estado, amiga. Te pienso siempre con el acostumbrado cariño.

Tania Alegria, para ti siempre Marién.